Atravesamos la pandemia sosteniendo la cuarentena que como dice Martín Rodriguez «en su éxito incuba su límite: porque lógicamente acumula problemas económicos, sociales, y la angustia, esa palabra que no puede ser subestimada.»
Tenemos hacia adelante el horizonte de una «nueva normalidad» que se configura extraña, todavía difícil de definir. Aun así entre sus rasgos hay uno que pareciera asomar claro: estará regida por muchísimos protocolos. Es decir un conjunto de normas y reglas que regulen los movimientos ciudadanos en pos de mantener el control sanitario.
La implementación de estas normas tiene obviamente como fin preservar la vida. Ahí, con la gracia que nos da el pensamiento conspiranoico, no tenemos nada para discutir, al contrario.
Lo que sí tenemos cómo interrogante es cómo el protocolo va a impactar en la dinámica de los museos. Si nos gusta el fluir y lo dinámico, si pensamos el museo como un espacio de derivas, cómo vamos a convivir con estos protocolos, es decir distancias marcadas, públicos reducidos, desinfecciones permanente, turnos, testeos, y un largo etcétera de pautas que restringirán encuentros y movimientos.
Otra vez gran desafío: transitar el delicado límite entre el cuidado y la imaginación creativa para que el movimiento no se congele. Y quizá se superponga una función más: los museos como advertencia de lo circunstancial del protocolo, la indicación de que este es un momento en que la vida tiene que cuidarse y estas son las herramientas disponibles; pero no debieran derivar en un estado permanente de control. Quizá los protocolos deban ser parte de los museos como pautas organizativas e incorporados también como pieza de su colección: objetos desglosables, herramientas museológicas disponibles para que la ciudadanía también piense e imagine su porvenir.
Leandro Beier.
Imágenes:
portada: Valla de Pablo Rosales. 2005.
Interior: s/t de Leonardo Damonte. 2008.