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GRACIELA SAN ROMÁN

Del 27 de septiembre al 27 de octubre de 2024.

 

 

La lengua del mundo

De pie frente al horizonte, una nena aprende a hablar. La lengua está escrita en el cuero a dos colores de una vaca y en las patas débiles del ternerito que mama, sus huesos haciéndose.
El sol va y viene entre el cielo y la tierra, chilla un chimango. Es también voz, el viento, los pastos que silban bajito, la rueda del molino sacando agua.
¿De qué está hecha la lengua del mundo? ¿Qué habla?
Graciela San Román es todavía esa nena que escucha y deletrea. La materia es esa lengua. Cuero, huesos, barro, madera, fuego, plumas, pan, trama de los tejidos, silencio.
Una constelación fantástica que arma y desarma figuras como en una partitura, la música; el ritmo de una respiración que se acompasa al deseo y a la necesidad: buscar el alma de esas materias puras, lo oscuro que encierran, el sueño soñado por milenios a la intemperie.
Desde las primeras obras, Graciela nos muestra su condición de espigadora, recolectora de lo que cae, lo que se desprende, se olvida. Astillas de los reinos que habitamos. Alzar una piedra, un hierro oxidado, el cráneo minúsculo de un pájaro, el rulo de un vellón enredado en el alambre. Con esa cosecha, trazar un boceto en el que espacio y tiempo conversen y traten de entenderse.
Bocados nocturnos, Banderas negras, Un objeto pequeño, Destino, Lobos, Tributo a la elegancia infinita, Un territorio sospechosamente blando – los títulos de las muestras que se suceden a lo largo de los años nos señalan una dirección. Seguimos el hilo que une las series: niñes desaparecides, jóvenes judicializades, femicidios, cuerpos vulnerables, semillas robadas, tierra muerta, veneno, niñas devoradas. El recorrido es un relato del dolor, un dibujo de las cicatrices. Ahí están el revés de la piel del cordero, las cinchas que sujetaron un animal, la sala de torturas, los enrejados, la madera quemada.
Pero de pronto, las flores. Recortadas de pañuelos de seda, de papelitos, impresas en cerámica, digitales, dibujadas con lápiz, con perlas, superpuestas a lo que sangra como una señal del amor posible. Alivio, sanación. Una mano sobre la zona herida.
El paroxismo en un círculo perfecto de rosas en torno a los rostros de las mujeres asesinadas. Un grito sobre el odio, más fuerte que el odio y la indiferencia. El símbolo kitsch de lo femenino transmutado en reclamo de justicia. Nos obliga a mirar.
También la ropa, metonimia del cuerpo, es materia del lenguaje de Graciela, como si hubiera recorrido los roperos abandonados, los tendales que quedaron sin levantar. La marca de los dedos en un par de medias, una manga arremangada, la panza de un vestido de embarazo, las pilas de zapatos. Todo es testigo de la vida que se vivió, todo nos cuenta al oído la pequeña historia de cada nombre y cada nombre se multiplica hasta volverse colectivo.
Somos el ojo que mira y lo mirado. ¿Quién no estuvo ahí?
Cada objeto, cada instalación, se vuelve un alegato y una pregunta sobre nuestra condición y sobre la condición del mundo que habitamos, su belleza infinita.
Finalmente, Graciela dispone también su tributo a esa belleza, a la elegancia de los frutos de la tierra. Entonces es la misma Tierra, la Pacha, la ofrendada por el trabajo de sus manos.
Las virgencitas del maíz distribuyen el alimento y nos protegen de la avidez y la sequía.
Graciela construye una colección de miniaturas de todo lo que existe, como un altar al que llevar un ruego.
Tal vez toda la obra de Graciela sea un ruego, un rezo a nuestros propios corazones: escuchar, escuchar la lengua del mundo, el balbuceo de su materia, su almita de plumón, de hebras de luz.

 

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