Claro que seguimos pensando el día después de mañana como acá y acá. Imaginar es una tarea (para nosotros clave) y por supuesto lo sabemos, también un privilegio.

Transitamos el aislamiento social preventivo y obligatorio, algunos miramos por nuestra ventana la ciudad quieta, silenciosa y un aire pesimista nos dice: ¿y sí el ánimo dominante de lo que venga va a ser el miedo? El miedo a los otros, la debilitación de los vínculos, la sospecha permanente. Ahí: ¿dónde va a estar la zona de seguridad, el búnker, el espacio blindado contra el resto? En los museos tenemos una palabra cultivada durante años, valiosa y a la vez gastada, que puede identificar esa fortaleza: comunidad.

Si en algún momento el concepto tuvo un método mas o menos innovador para repensar la acción sobre diversos espacios hoy por lo menos hay que repensarlo. Prueba de eso es la apropiación exitosa del término por parte de empresas multinacionales frente a los cuales digamosle, cierto progresismo cultural, no pudo inventar ni oponer nada nuevo. Movistar define a su clientela como comunidad. Dow Chemical propone a los vecinos proyectos comunitarios. La palabra y su cadena de significados y connotaciones románticas y nostálgicas pasa de un lado a otro del mostrador de manera impoluta.
Esta palabra en su extensión y sobre uso, puede achatar la complejidad de un territorio, pueblo, ciudad, barrio. Romantizar relaciones. Homogeneizar disputas. Cristalizar identidades: ¿qué pasa por ejemplo con los que dentro de un barrio, un pueblo, construyen identidades y colectivos de pertenencia fuera de la tradición de esos lugares? ¿qué pasa con los que se quieren ir, los que se sienten distintos? ¿qué pasa con la disidencia? En un caso algo extremo, hace años tuve la oportunidad de conversar con una persona sobreviviente de la dictadura cívico-militar con padres detenidos, desaparecidos: su vuelta al pequeño pueblo bonaerense y portuario donde nació, estuvo plagado de prejuicios, miradas de desprecio, desconfianza de sus vecinos y vecinas.

El concepto comunidad puede además desconocer rotundamente nuevos modos de intercambio y relación del presente: un chico o chica de un pueblo perdido en el sudoeste bonaerense con smartphone y wifi. ¿cón quién hace comunidad? ¿con su familia, con sus amigos, con su barrio, con los jugadores online de fortnite o sus followers de instagram? ¿una chica que copia coreografías de zumba de youtube y las enseña en la sociedad de fomento, en cuantos planos se vincula además del estrictamente local? ¿y los cientos y miles y millones de adolescentes (y no tanto) que imitan a Charlote Caniggia, Moni Argento o arman videos de los Ganeses con el ataúd vía TikTok?

Comunidad puede ser una palabra conservadora. Volviendo al principio: puede ser el refugio de los iguales: desde una organización de militancia progresista, un proyecto cultural, o un grupo de whatsapp de vecinos en alerta. Hoy puede ser una zona de confort y sin riesgo fundada en el miedo. Muchos museos guían sus prácticas bajo los preceptos de la museología comunitaria. ¿Hasta que punto esas prácticas no son ya inmovilizantes, repetidas, cristalizadoras?

Revincularnos después o durante el covid-19 implicará reinventarnos, nos pondrá frente al esfuerzo de desoldar nuestros prejuicios y prácticas establecidas. Quizá nuestro museo deba ser punto de encuentro y llegada a otros y otras de maneras novedosas, con métodos que contemplen la contingencia y la dinámica de lo vital en diferentes espacios y territorios, de manera inédita. No basta solo invocar la palabra “comunidad” para convertirse en un museo abierto y democrático. Buscar nuevas palabras y prácticas será un desafío nuevo, y por lo tanto riesgoso y bello.

 

Leandro Beier