Veloz como la pandemia también se extiende entre instituciones culturales y museos la necesidad de generar actividades remotas y participativas, todas virtuales por supuesto. Un primer gesto en el medio de la confusión generalizada es proponer compulsivamente acciones que justifiquen la existencia de estos espacios, ni hablar de los comunitarios.

Entonces vemos redes inundadas con pedidos de enviar canciones, sacar fotos a objetos, contar historias, imitar obras y un etc. larguísimo. Por supuesto que muchas de esas actividades son virtuosas, a algunos ayudarán a pasar el tiempo o enriquecer su vagaje cultural. Pero para nosotros esas acciones no pueden ejecutarse sin la advertencia necesaria del privilegio. ¿Quién se beneficia al final con esa foto, esa canción, ese video generado a distancia? ¿En ese intercambio quién cobra el cheque del valor simbólico? ¿Quiénes acceden exactamente a ese tipo de actividades? Pareciera que museos e instituciones quisieran una respuesta rápida y fácil a un problema complejo, una coyuntura difícil y una escala de prioridades que cambió completamente.

 

¿Y sí el silencio prudente y las preguntas son un modo de acción? ¿Y si el repliegue, el cuidado de los trabajadores y trabajadoras de las instituciones, la formación y reflexión son un modo de hacer? ¿Y si no sobrepoblar las redes de acciones “participativas” sea un modo de actuar? O en todo caso ¿no sería bueno que cada propuesta remota y participativa tenga implicada también el reclamo de la democratización y la ampliación de las herramientas virtuales, por ejemplo?

Con la perspectiva de una horizontalidad imposible necesitamos por lo menos la conciencia de la asimetría entre instituciones y públicos con el desafío de acortarla lo más posible.

 

Leandro Beier